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Un cuentico en una caja: la historia de una madre comunitaria

Piedad Cárdenas es una mujer con rostro alegre y un saludo amistoso para quien llega a su casa en el barrio Pablo VI, en la cuadrita donde como ella dice, todos son como de la familia. A sus 17 años, un 12 de octubre, llegó desde Loreto, un lugar que no le trae muy buenos recuerdos: humillaciones, miedos, tristezas, temer a la lluvia porque su casa se mojaba, “vivir de arrimao’s en un lugar donde no nos querían”. Pero lograron salir y llegar a un barrio donde las anécdotas son mucho más coloridas. 

Entrevistar a Piedad fue una experiencia bastante agradable. Llegué a su casa y me encontré con un corredor de artesanías: atrapasueños, vestidos en crochet colgados, accesorios, espejos, botellas decoradas con pinturas, cojines tejidos sobre los muebles y una tienda con una ventana para atender a las vecinas y vecinos. “Bueno mija yo qué le cuento, aquí tenemos muchas historias, este barrio ha pasado por muchas cosas y esta casa también. Por ejemplo este cuaderno es mi vida”. Piedad saca de entre sus cosas un cuaderno gordo de memorias, fotografías, escritos y momentos. Nos sentamos: doña Gabriela la madre de Piedad, Dora la vecina, Piedad y yo en los muebles vinotinto.

-Cuando llegamos por aquí no había nada, pura tierra y barranco, esto por acá se llamaba “Bermejal Zamora”. Estaban lotiando para personas que necesitaban casa. Ese 12 de octubre llegamos con una pala, una pica y unas tejas, las paredes fueron cortinas y tendidos de retazos que hacía mi mamá que es mi maestra y ejemplo en la artesanía.

Piedad estuvo 10 años casada, trabajó un tiempo en confecciones del centro, pero su salud afectada por las posturas y tiempo de trabajo, sumado a la necesidad del cuidado a sus hijos, la llevó a querer tener un empleo en casa. Renunció y con su liquidación compró una fileteadora que hizo equipo con la máquina de coser de su mamá, quien le prestó sus moldes y le ayudó en su emprendimiento confeccionando y vendiendo ropa. También decidió aprender a hacer accesorios en oro golfi y vender maquillaje, hasta que su amor por los niños y las niñas la llevó a ser una madre comunitaria durante 25 años.

-La casa empezó a ser “La guardería”, la plancha la encerramos con cortinas y cartones para dar forma de salón y en el interior colgamos cadenetas, cuadros, guirnaldas, colores y manualidades, quedó como un cuentico en una caja. Un tiempo después, Bienestar Familiar hizo una visita, y al ver el hogar tan bonito, decorado y lleno de cariño para las niñas y los niños, lo convirtieron en un salón revocado. A mí me gustaba que fuera muy llamativo, y así fue durante 25 años, ahí es donde está mi historia, tengo muchachos que los tuve a ellos y después les tuve los hijos también”.- Mientras Piedad evoca estos recuerdos empieza a hojear el cuaderno donde ha decidido recoger toda su historia como madre comunitaria, acaricia las fotografías pegadas y sonríe al releer algunas cosas que escribió en letra cursiva.

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Yo sigo observando y pienso en que esta es como una casa que habla. Pasando por el corredor las voces son fotografías, repisas, el comedor y las cortinas. Me comparten una mazamorra con bocadillo y mientras juntas comemos Piedad sigue contando sentada en el sillón, llega a un instante cuando tenían un solar que se conectaba con el de las vecinas: -en la parte de atrás de la casa había un barranquito que daba con la casa de más arriba, donde tenían gallinas, una vez teníamos mucha hambre y estábamos esperando a que mamá llegara de trabajar, ella trabajaba en casas de familia y nos traía en una bolsita el almuerzo que le daban allá para ella. A mí me daba mucho pesar porque ella aguantaba hambre por nosotros… Mira fijamente hacia afuera y se nota nostalgia en su rostro, luego regresa la mirada a su madre y sonríen al unísono

 – Entonces uno de los pollos de la vecina se vino por el barranco, lo agarramos y nos hicimos un caldo para nosotros y mi mamá, cuando ella llegó era preguntando que de dónde habíamos sacado eso y yo solo le decía que comiera tranquila, cuando ya terminó le contamos y ella se enojó y nos dijo que eso estaba muy mal y que ella no nos había enseñado eso, y es la verdad ella siempre ha sido muy honrada. Estas palabras se atraviesan por la risa a carcajadas de Piedad, Gabriela y Dora, de paso me contagian por la gracia que tiene Piedad para representar la “agarrada del pollo”  fue una realidad dolorosa que les llevó al límite. Aunque encuentran mucha diversión en esta hazaña, hacemos énfasis en las adversidades que la pobreza extrema y las desigualdades han significado para su familia y el barrio en general.

En este recorrido al pasado, a la infancia y adolescencia de esta mujer, se encuentran memorias de cómo ella fue  una hermana y una hija que se preocupó siempre por el bienestar de su familia, la de sangre y la del barrio. Recuerda la vecina que les regalaba caldo de morcilla para ella y sus hermanitos, menciona a Dora que se convirtió en una de sus mejores amigas y de paso una hermana más que vivió siempre frente a su casa y fue hasta su ‘pajesita’ cuando se casó. Hoy se encuentran para tejer, conversar, ‘echar chisme a carcajadas’, para cocinar juntas y compartir un almuerzo, para hacer planes en la cuadra con algún juego de mesa, soñar con hacer cineclubs, sancochadas o frijoladas. Ambas extrañan actividades comunitarias que años atrás eran constantes.

-Desde chiquita esta también ha sido como mi casa, cualquier día entraba y aquí almorzaba o Piedad entraba a la mía y almorzaba, doña Gabriela era la mejor amiga de mi mamá y las casas siempre estaban con la puerta abierta, la calle era como un pasillo más que las conectaba, no era sino cruzar. Así lo recuerda Dora Restrepo, la vecina, amiga y hermana. Su rostro permanece sonriente y atento a lo que cuenta Piedad, acompaña los relatos con carcajadas y va agregando anécdotas como los juegos en carros de rodillos por la loma “bajaba uno a toda hasta la 52 y allá nos frenaba un tierrero y terminábamos todas aporreadas pero muertas de la risa”.

Las risas cesan y Piedad continúa pasando las hojas de su cuaderno para seguir la historia de la guardería. “esto es algo muy lindo porque ellos crecen y uno ya ni los reconoce pero ellos no lo olvidan a uno, por donde yo paso voy escuchando ¡hola profe! y a mi mamá todos le decían la mamita, también la quieren y la saludan cuando la ven. A muchos han matado por la violencia, eso da mucha tristeza, son cosas lindas las que uno puede contar pero también unas muy duras”.

Me encuentro ante una casa y una mujer atravesadas por las realidades sociales, un hogar que fue refugio ante las balas, una mujer que buscó esperanza en la enseñanza y compañía de las niñas y los niños. Un lugar que alberga sueños y una mujer que lucha por ellos. Una madre que apoya las decisiones de su hija, que continúa tejiendo para cuidar .

En 2015, después de que Piedad cumpliera 25 años con la guardería, fue diagnosticada con osteoporosis, artrosis, esclerosis en columna y cadera y rizartrosis en las manos, enfermedades que le causaron mucha hinchazón y dolor, llevándola a querer cerrar su hogar comunitario. En Bienestar Familiar no le aceptaron la renuncia y le recomendaron sacar una licencia para recuperarse. Ella solicitó 1 año,  le aprobaron y constantemente hicieron seguimiento a su mejoría, sin embargo ella notó que, como su casa, había otras que empezaban a abrirse para las niñas y los niños. Decidió descansar, seguir explorando entre los tejidos y manualidades. Fue elegida como  representante de la junta de guarderías de la Asociación Campanitas, conformada por 25 madres. Acompañaba las planeaciones y diálogos para el funcionamiento de las guarderías por un tiempo, hasta que pasó a ser parte del Club de Vida al que asistía su mamá: “Tertulias de la Mesa”  allí también lideró varios años. 

Hoy se dedica al cuidado propio y el de su madre de 91 años, juntas siguen tejiendo atrapasueños, vestidos para bebés, accesorios, cuadros, cojines, espejos, tendidos, y todo lo que su creatividad les siga inspirando. 

Escrito por: Lorena Tamayo Castro

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