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Foto: Archivo Corporación Mi Comuna
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Una cuna de REBELDES

La Zona Nororiental es fruto del trabajo obrero, popular y de la migración campesina de diferentes zonas del país a raíz de la violencia bipartidista y razones asociadas a la búsqueda de mejores condiciones de vida. Habitar y transformar estos territorios no fue una lucha fácil, pues supuso, desde los barrios al borde del río hasta las laderas, una toma popular, con la ayuda de “la iglesia popular” de la Teología de la Liberación, la cual, según la mirada de afuera y de los medios de comunicación, sembró la zona como una “cuna de rebeldes”.

El surgimiento de diferentes propuestas organizativas de carácter social, político y cultural en la zona nororiental está entre los 80 y 90s, procesos creados por jóvenes rebeldes que ante la presencia precaria y violenta del Estado respondieron con arte y dignidad. Alrededor de 1990 nacen organizaciones como la Corporación Con-Vivamos (Corporación Centro Con-Vivir hasta 1996), la Corporación Cultural Nuestra Gente, La Corporación Barrio Comparsa, la Asociación Cristiana de Jóvenes (ACJ), el Instituto Popular de Capacitación (IPC), la Corporación Región, Fundación Ratón de Biblioteca, e iniciativas como las “Casas Juveniles”, la Asociación de Grupos Juveniles “Palabra y Acción”, el “Comité Operativo Juvenil” y el Movimiento de Asociaciones comunales (Asocomunal).

Pero no solo éstas fueron las propuestas organizativas que se instalaron en la zona en dicha época, pues para ese momento se iniciaron las primeras experiencias de milicias en la ciudad y es que, desde la década de los ochenta, Medellín se vuelve un escenario de violencia potenciada por la presencia y auge del narcotráfico, además de unas condiciones de desigualdad agudizadas principalmente en los barrios populares, donde la presencia estatal estaba instalada desde la precarización, exclusión, estigmatización y persecución política a los liderazgos emergentes.

De esta manera, puede rastrearse el nacimiento de las milicias a mediados de la década de los 80’s, pero es un proceso que solo empieza a posicionarse en la opinión pública a partir de 1991. En la Zona Nororiental hicieron presencia las Milicias del Pueblo y Para el Pueblo (MPPP), las Milicias Bolivarianas, las Milicias Populares del Valle de Aburrá (MPVA) y Milicias América Libre. Muchas de estas estructuras son producto de la estrategia de combinación de todas las formas de lucha que venían implementándose desde las guerrillas o facciones de las mismas, estas veían en la ciudad el futuro de la lucha insurreccional.

En una entrevista con William Estrada, actualmente docente de la Facultad de Educación de la Universidad de Antioquia, autor del libro Somos historia: Comuna Nororiental y para la época, líder comunitario en el Movimiento de Asociaciones Comunales de Medellín (Asocomunal) comenta que las presencia de las Milicias agudizó una estigmatización ya existente simplemente por ser joven y líder, pues resalta: “A los mandatarios nunca les ha gustado el pueblo organizado, tener un discurso de izquierda o abogar por lo comunitario y organizativo-comunal ya que era razón para ser perseguido”. Es necesario entonces resaltar que sus apuestas como jóvenes líderes era distinta a los proyectos milicianos, pues no buscaban construir desde la violencia. 

Una de las anécdotas que ilustra un contraste entre las formas de construir comunidad, la comparte William al decir que: “Las milicias una vez invitaron a la gente a un taller de DDHH, y el que lo iba a dar tenía un arma, que ponía en el suelo cuando iba a hablar. A la gente le daba miedo, qué iban a escuchar.” Así que, si bien las milicias tenían una intención política en busca del poder popular, y en varios casos dieron apertura a reflexiones sobre la necesidad de generar escenarios de participación, las acciones fueron preponderantemente militares, sostenida por una mirada moralista sobre la limpieza de “todo lo que estuviera mal en los barrios e irrumpiera la tranquilidad.”

Ante este panorama de miedo y muerte, las organizaciones sociales siempre se reconocieron desde la defensa del territorio y la vida, tomando las calles desde el arte y la cultura, convocando a las familias a habitar el barrio sin miedo y fortalecer con ello los lazos comunitarios, unas prácticas que fueron abonadas, según William, por la Teología de la Liberación que “dejó un espíritu crítico en las organizaciones populares, otras formas de ataque y de disputa de los territorios distintas a la violencia.” 

Y con dicho legado, se resalta y resignifica esa rebeldía de la que siempre los jóvenes han sido tachados, una rebeldía que parte de voces siempre firmes ante las injusticias, brazos siempre abiertos para quien el miedo, el hambre y las incertidumbres lo acecharan, y una apuesta clara en la construcción colectiva de barrios donde se respete la vida digna.

Por Claudia Vásquez

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