Caminar el Sinaí es adentrase en laberintos de calles angostas y casas apiladas unas frente a otras, ataviadas con tendederos en sus puertas, ventanas y balcones; diversidad de tradiciones, olores y canciones.
Para llegar al Sinaí lo primero que me encuentro es con una calle transitada, vehículos que van a toda prisa de lado a lado, vendedores ambulantes y comercio organizado. Esta es la Avenida Carabobo o carretera vieja como le solían llamar mis abuelos.
La luz del semáforo cambia, logro atravesar la húmeda calle y me adentro al barrio por un callejón amplio, pavimentado, que se va estrechando como un embudo hasta llegar a un tramo empedrado que se vuelve un pantanero al caer la lluvia. Este lugar es Tres Esquinas, allí se divide el barrio por sectores: Los Fundadores, El Arenero y La Sede, que es para donde yo me dirijo.
La entrada a este sector es un pasaje corto formado por las grises paredes de las casas que están a su costado y tan angosto que si dos personas se cruzan al pasar, obligatoriamente tienen que parar y mirarse a los ojos.
Al fondo me encuentro un cubo levantado con adobes y tejas de zinc. Es la Sede Comunal, cuyas puertas y paredes nos dejan ver el paisaje del barrio, que uno de sus habitantes dibujó y que ahora está desgastado por la intemperie.
Este es el lugar que le da la bienvenida a este tramo del Sinaí, pero también es el espacio de encuentro para hablar del territorio, realizar talleres de formación con los habitantes del barrio o celebrar reuniones familiares.
La Sede es un conjunto de callejones angostos que se cruzan unos con otros para formar laberintos con casas a lado y lado, de dos y tres pisos, tan juntas las unas de las otras que los tendederos de ropas en sus balcones parecen bailar al compás del suave movimiento que el viento les da y la variedad de géneros musicales que compiten al que más duro suene. Los bafles y picó son los que me dan la bienvenida a este salpicón de sonidos y olores. La champeta, vallenatos, salsa-choque, rancheras y el reggaeton, se mezclan con el olor a frijoles, pescado, sudao, sancocho y hasta arroz quemado.
Los vecinos del barrio son un puñado de culturas: costeños, paisas, venezolanos, afrodescendientes y uno que otro llegado del interior, en su mayoría desplazados de sus territorios por la violencia o falta de oportunidades.
Me dirijo al fondo de este callejón, esquivando las carreras de los niños, las motos, los desechos de perro y los huecos llenos de agua que el aguacero dejó. Llego a mi destino; subo unas escaleras metálicas y aquí estoy, en una casa que reluce por lo limpia y ordenada. Es pequeña: dos cuartos, una sala que se conecta con la cocina, el baño y una pequeña zona de ropas que tiene una ventanita que nos deja ver el río. Ese río que da la sensación de arrullo al pasar con su cause sereno y nostálgico, que le permite a los niños jugar en sus pequeñas playas y a los hombres sacar arena para el sustento diario, pero que cuando la ciudad es bañada por los fuertes aguaceros baja enérgico, furioso, amenazante y sale hacia las casas, arrasando todo a su paso, mostrando su soberanía, reclamando sus tierras, esas que fueron arrebatadas para darle vida al barrio.
Estoy en la casa de Emadis Foliaco, cartagenera de nacimiento con descendencia italiana, criada en San Juan de Urabá. Es madre de tres niños y una esposa amorosa, cuidadora de los suyos. Desde muy niña aprendió a defenderse en las labores de la casa, ya que pilaba el maíz y se encargaba de la cocina. Es quizás por eso que todas sus preparaciones se destacan por su gran sazón.
Emadis vivió muchos años en Venezuela, allí conoció al padre de sus hijos, otro costeño que también se fue al vecino país en busca de mejores oportunidades, pero deciden regresar por la difícil situación que allí se presentó.
Mientras me tomo un helado y delicioso jugo de mango verde, Emadis, me cuenta como muchas mujeres del barrio también hacen maravillosas preparaciones y es por esto que los callejones de La Sede se convierten en un carnaval de olores: Arepas de huevo, caramañolas, frijoles, sancocho, caraotas, mazamorra, arroz con coco y pescado frito, que nos llevan por un paseo olfativo por diferentes culturas y tradiciones.
Así es la vida en uno de los sectores del Sinaí, con hombres y mujeres trabajadores, que aprendieron que aunque la vida no es fácil, siempre se debe tener esperanza y luchar por los sueños, la familia y el territorio, sin olvidar nuestras culturas y tradiciones.
Por Hilda Elena CM
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