La vecindad es el espacio de los buenos días, del disfrute de encontrarnos y de la convivencia, también es donde los problemas se resuelven entre varios y donde el bienestar de uno, es la alegría de todos.
En muchos de los barrios de nuestra ciudad la vecindad es una fiesta, desde el saludo cotidiano hasta la preocupación genuina por las dificultades del otro son el pan de cada día. Muchas veces he visto solidaridad cuando el dolor se les hace insoportable y cuando todo su mundo parece fracasar.
Ese amor por el otro, por su bien, lo conservan en el tiempo. Recuerdo como en el barrio Altos de la Torre un grupo de mujeres, dándose cuenta de las dificultades económicas por las que pasaba una vecina, se organizaron para garantizar que todos los días tuviera comida, y para que no se sintiera mal por saber que todas estaban enteradas, nombraron a una para que en cada jornada, y solo a nombre de ella, llevara hasta su casa los alimentos que todas preparaban.
Nuestros barrios están llenos de gestos como estos, de historias comunes, donde se comparten esfuerzos para construir un mejor lugar para vivir. Muchas veces, incluso a pesar del dolor, allí se generan hermosos lazos de fraternidad que le permiten a sus habitantes atravesar cada día con más
fuerza y esperanza. Para eso sirven las redes de amor y la vida en comunidad, está comprobado.
Hace unos años, en el corregimiento Altavista, conocí sobre un convite que se organizó para ayudar a un niño que padecía una enfermedad que le impedía desplazarse por sus propios medios. Los vecinos adecuaron una silla, a la que con el tiempo le fueron introduciendo ingeniosas reformas, y
organizados en grupos, se turnaban para llevar al niño al colegio cada día. Durante años lo trasladaron entre escalas y dificultades del terreno hasta que el chico pudo graduarse.
Si todos nos atreviéramos a dejar nuestras trincheras de seguridad y diéramos pasos para construir una vida en comunidad, si por un instante nos preocuparan los problemas del otro, si nos dispusiéramos a pedir ayuda al vecino cuando tenemos una dificultad, si pensáramos por un instante que tenemos más cosas en común de las que creemos e hiciéramos un pequeño esfuerzo por ponerlas al servicio de la convivencia, si copiáramos de nuestros ancestros el amor por el vecino, ¿no creen que estaríamos construyendo una ciudad más amable?
Por Gerardo Pérez, Bajo la piel de Medellín.
Revista Comfama, edición abril, #457