Nacho no es un libro de lectura, es un libro para la memoria e impregnar los estereotipos sociales. Leer es mucho más que descifrar, es fascinarse y darle cabida al pensamiento y al asombro.
Qué puedo decir de la lectura cuando esta llega tarde, ¿Acaso no me debió acompañar en la infancia para tener más creatividad en los juegos? Claro, si hubiera estado allí entonces quizá no habría repetido tantas veces los mismos, me hubiera deleitado con mis amigos imaginando qué más habría en el fondo de la tierra, mi transporte habría sido el flacucho rocinante y me creería el Principito visitando otros planetas.
Quizá no sabría nada de los Caballeros del Zodíaco porque estaría entretenido con un verdadero libro de astronomía y el tiempo que gasté esperando el gol en los Súper Campeones habría sido aprovechado con Alicia en el País de las Maravillas.
No recuerdo nada de la primaria, llegando a la hipótesis de que lo único leído fueron las sílabas superfluas y machistas de Nacho Lee, un encuentro poco agradable ya que se encuentra absolutamente en el olvido.
En el grado séptimo y octavo los profesores de castellano tenían una estrategia horrenda: “los centros literarios”. Consistían en realizar una representación sobre algún libro; el único que recuerdo es El caballero de la armadura oxidada, pero no porque me lo haya leído, sino porque siempre quedé con la intriga de cómo se habría salvado ese pobre hombre.
En noveno llegó La ciudad y los perros, lo empecé a leer pero en la tercera página ya estaba cansado y aburrido. Luego, en clase me di cuenta de que era sobre un internado en el que los jóvenes tenían sexo con gallinas y perros, una imagen horrenda me hice en la cabeza, por lo cual no me produjo el más mínimo interés.
En décimo intenté leer en clase de español un libro que me causaba interés, era un pequeño manual que ocultaba al interior de mi cuaderno y lo abría cuando la profesora estaba lejos. Después de tanto “visaje” se acercó, tomó mi cuaderno, me envió a la rectoría y me suspendieron dos días. Aún no logro saber cuál fue el daño que hice al leer un libro sobre sexo.
Al fin once y la esperanza de terminar, pero vaya sorpresa, nueva profesora de español y llegó hablando de Pink Floyd. Mis amigos y yo, peludos en ese momento, sentimos sintonía con ella. Su propuesta fue de lo más curiosa: “lean el libro que quieran”, inmediatamente me sentí con una gran responsabilidad: ¿El que quiera? ¿Qué es eso? Ese mismo día fui a la biblioteca a buscarlo y después de mucho divagar entre nombres y carátulas me decidí por uno: La Peste.
Al fin logré saber ese delicioso placer que es la lectura, al fin después de 6 años de intentos muy fallidos con libros como La María y La Celestina. Hasta ese momento solamente llevaba en mi hoja de vida uno solo y no es que me orgullezca mucho: Rosario Tijeras.
Luego de La Peste sucedió algo mágico. Estaba con sed de lectura, por lo cual escarbé por primera vez la vitrina. Este es un espacio en el que mi mamá se ha encargado de guardar todos los libros de mis hermanos y algunos de mi papá. En ese alboroto de hojas amarillas vi uno: Éxodo. Por su nombre lo volví a guardar, pensando que era algo relacionado con la biblia, pero vaya sorpresa cuando a los días lo vi por ahí visible, como si alguien lo hubiera dispuesto allí. Lo volví a guardar, pero al tiempo nuevamente estaba en frente.
Me dejé vencer, lo ojeé e inicié la lectura. Lo peor de las novelas es el inicio porque está presente la curiosidad del nudo, pero pacientemente me envolví en sus páginas, me envició de tal forma que cuando lo cerraba quería abrirlo nuevamente y no parar; me involucré tanto en la trama que por poco me vuelvo judío. Ese es el misterio de la lectura.
Casi siete años después he trascendido por los paisajes de la literatura, la pedagogía, la política y la filosofía, escarbo en los puestos ambulantes de libros (en las noches por la Estación Prado se encuentran los mejores) con la esperanza de encontrar alguna joya bolivariana o alguno que tenga en su título un concepto marxista y puedo decir ahora que mi vida como lector se resume con dos nombres: de Nacho a Marx.
Por Jhony Alexander Díaz Castañeda