No sabíamos cuál era la casa que buscábamos; seguimos las indicaciones que doña Mariela, la señora de las hojuelas, nos había dado unos días atrás. Los vecinos nos ayudaron un poco, en varias casas preguntamos por ella y nos fueron diciendo por dónde seguir. Pensamos que ya habíamos llegado, en una casa con la puerta abierta la llamamos. Ella salió, pero de una casa más arribita: “es aquí, es aquí”, nos dijo. Alzamos la mirada y caminamos uno pasos más hacia ella.
La estábamos visitando para conocer la historia de las hojuelas, pero, nos encontramos con una historia de vida. Hace 23 años, con el sueño de sacar a su familia adelante, doña Mariela empezó a caminar las calles de la Comuna vendiendo hojuelas. Antes, trabajó en casas de familia, restaurantes, vendiendo limonadas y recorriendo las calles con manzanas y plátanos, o lo que hubiera en cosecha, en una carreta; pero ninguno de estos oficios le despertó tanto amor como lo hicieron las hojuelas.
Inicialmente no era ella quien las preparaba. La receta era de doña Rosa, la señora que le dio esta idea. A pesar que las ganancias eran buenas, no eran suficientes para sostener su familia de cinco hijos, lo que impulsó a doña Mariela a crear su propia receta y trabajar de forma independiente. Cuando era niña veía a su mamá cada navidad, hacer hojuelas, natilla y buñuelos, así que empezó a recordar y a intentar hacer sus propias hojuelas; agregó nuevos ingredientes hasta lograr un resultado que la dejó satisfecha.
Lo más difícil fue la clientela, ganarse la confianza y el cariño de las personas. Sin embargo, hoy, 23 años después, es reconocida por la comunidad. Sus recorridos abarcan el barrio Santa Rita en Bello hasta Finca La Mesa. Su día inicia a las 7:00 a. m. al arreglar la masa, la deja reposando dos o tres horas y mientras tanto va haciendo los oficios diarios de la casa. Después, a eso de las 10:00 a. m. pone a freír las hojuelas, este proceso termina siendo las tres de la tarde. Sus hijos le ayudan azucarando y empacando en las canastas para, cerca de las cuatro, empezar sus ventas. El regreso a casa es casi siempre a las siete de la noche.
Este trabajo le ha permitido a doña Mariela ponerse metas y alcanzarlas. Lo primero fue su casa, a punta de hojuelas construyó su ranchito en el barrio La Francia; luego el de una de sus hijas unos pasos más abajo, ahora paga el estudio universitario de tres de sus hijos. Además, ha generado empleo a otras personas con las ventas diarias. Dos señoras trabajan con ella, una en Aranjuez y otra en Madera. En una ocasión una empresa importante de la ciudad le hizo la propuesta de asociarse, ella se negó a este negocio porque piensa que es más importante darle trabajo a personas necesitadas y ayudarlas a salir adelante, como lo ha logrado ella.
Estás situaciones han hecho que se sienta orgullosa de su emprendimiento y que hoy día su receta sea un secreto difícil de revelar. Cuando sus hijos hayan terminado sus estudios le contará la fórmula a otras personas que puedan seguir su legado. “Eso es sagrado, imagínese que yo me levanto aquí sin panela, voy y vendo un poquito y ya hay comida, y al ratico me voy a las doce del día y vuelvo y traigo almuerzo”, dijo sonriente mientras agregó que este es un producto que le gusta a todos, a los niños y a los adultos.
A la conversación se unió una de sus hijas, Daniela. Ella lo que más admira de su madre es la persistencia y que no se rinde, el apoyo incondicional que da a sus cinco hijos a pesar de ser tan diferentes. Ella pudo ver, mientras crecía, cómo su mamá tuvo una solución para todo y siempre tenía ánimos, fuerzas e ideas para progresar y no permitir que su familia sufriera. Sus hijos siempre han sido la prioridad y el impulso para no detenerse.
A doña Mariela el amor por su familia y su trabajo es lo que la mueve, asegura que desde que esto se tenga presente se puede salir adelante. Esta historia está plasmada en las 500 hojuelas que vende a diario por las calles y callejones con una canasta en la mano y un carrito en la otra, sonriendo y saludando a la gente para regresar a casa con su canasta vacía de hojuelas pero llena de sueños.
Por Paulina Bohorquez y Lorena Tamayo