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EL CALLEJÓN, UN ATAJO CON SALIDA

Lo primero que te despierta no es el canto del gallo, es la canción a todo volumen que suena en la casa del vecino. Empiezas el día a regañadientes porque no has pegado el ojo en toda la noche; pasa el señor que grita “buñuelos” mientras despierta al resto de vecinos con su manera de golpear la canasta. Te levantas, preparas el desayuno y de momentos miras por la ventana, allá afuera se ve a Nora regando sus matas, a doña Vicky colgando su ropa; una de ellas grita: “¡Se les quemó la arepa!”. Ahora alguien tendrá que desayunar solo buñuelos y chocolate. Toda esta rutina, que hace parte de la cotidianidad, sucede en un callejón.

Ahora los niños y las niñas salen para la escuela, mientras recuerdo que nos han dicho muchas veces: “Oiga no se meta por ahí, que eso está muy solo y es peligroso”; pero como somos curiosos nos adentramos por ese pasadizo con el corazón en la mano, sin saber con qué o quién nos vamos a encontrar, a dónde vamos a salir y si es que nos metimos por un atajo sin salida. Al final no pasa nada y cruzamos de un barrio a otro en diez minutos, porque pa’ eso también son los callejones, para acortar distancias; y aunque digan que el callejón es solo el escondite de algunos, para muchos es un lugar tranquilo donde vive una comunidad unida; si mi vecina necesita sal, don Ernesto le regala, que si los niños y las niñas salieron a jugar, no les va a pasar nada porque por ahí no pasan carros ni motos. 

Los callejones se han ganado ese estigma de temerosos, porque en los tiempos de la violencia eran los escondederos del barrio por ser “rincones de soledad y oscuridad”, contó un día doña Cecilia desde su ventana; por eso las vecinas cuando se reúnen a tomar café de puerta a puerta, dicen que muchos de esos corredores cargan la memoria de un barrio que sufrió las penas y los dolores de esos días “que te ponían la piel de gallina”; pero ahora se rumora que “el barrio está bueno, que puedes caminar sin temor”.

En los días que diviso la ciudad desde la casa de mi tía, decimos que en ocasiones lo que mas afecta vivir en callejones es la convivencia, porque mi música es la música del vecino que madruga, porque los chismes no faltan; es que vivir tan cerquita unos a otros hace que la intimidad pase a otro plano, por eso un amigo dice: “El callejón acorta distancias entre espacios y nos acerca unos a otros, convirtiéndonos en una vecindad conformada por muchas familias que se vuelven una gran familia”.  Compartimos los dolores del vecino que se enfermó, la preocupación de la vecina porque no encuentra trabajo, entonces entre todos buscamos la forma de regalarle unos granitos; somos cómplices de fiestas, nos divertimos en las tardes soleadas con una partida de parqués o con una baraja de cartas mientras nos carcajeamos por todo, le pedimos prestado el tendedero de ropa a la vecina de al lado porque ahí da más el sol o está la abuela de Sofía que le da consejo a las personas de cómo sembrar sus flores; de ahí que muchas personas digan: “El callejón depende de los vecinos y en sí del barrio”.

Por eso, cuando pasas por algunos de esos pasillos, te das cuenta que los hay de todas las formas, decoraciones, tamaños, olores y funciones. Los encontramos decorados con los jardines de las personas que te hacen imaginar que estás caminando por una vereda, por allá en el campo, con el sonido de la quebrada, las matas recién florecidas y una armonía que proyecta plenitud. Existen algunos que parecen una espiral de escaleras, otros bullosos, algunos los decora la ropa en los balcones, unos muy solos y uno que otro lleno de niños y niñas jugando fútbol, ponchado o yeimy; son tan variados. Los últimos días los he transitado por un callejón con salida, salida a la imaginación, es un atajo que nos lleva a la Casa para el Encuentro Eduardo Galeano. En los callejones no se esconde únicamente la maldad como nos han dicho, también se esconden grandes cosas por descubrir.

Ahora cae la noche, el vecino apaga el bafle, las mamás gritan: “¡Se entran ya, que mañana madrugan!”; Nora y doña Vicky se dicen hasta mañana, a los lejos huele a frijoles para la cena y por el río de escaleras empiezan a bajar don Elkin, doña María y don Jairo. Uno sabe eso porque en este callejón existe una sola entrada y una sola salida.

Por Dayana González

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