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Foto aérea Universidad de Antioquia, Gabriel Carvajal Pérez. Archivo fotográfico Biblioteca Pública Piloto

Manrique, un lugar de afectos

Tal vez, su vista privilegiada sea uno de los rasgos más encantadores de Manrique. Esa panorámica de ciudad está anclada en mi memoria. Tenía cuatro años cuando mis padres y seis hermanos llegamos a vivir allí; era 1968,  justo el año en el que se inauguró el campus de la Universidad de Antioquia —que sobresale con especial protagonismo en esa panorámica— y que, sin saberlo, se convertiría, como Manrique, en uno de mis lugares de afecto.

«La ciudad no cuenta su pasado, lo contiene como las líneas de una mano, escrito en las esquinas de las calles, en las rejas de las ventanas, en los pasamanos de las escaleras», escribió Ítalo Calvino en Las ciudades invisibles. Y somos nosotros quienes habitamos ese pasado y es nuestro pasado el que marca esas líneas; por ello, las escaleras, las rejas, las calles de ese barrio populoso constituyen uno de mis «lugares de afectos» —interesante concepto de la psicogeografía—.

Nuestra casa estaba en la carrera 41 con calle 71. Allí el Municipio de Medellín construyó la primera urbanización del barrio, para algunos de sus empleados; mi papá, quien trabajaba con el cuerpo de bomberos, fue uno de los beneficiarios. Buses, camiones escaleras y todo tipo de vehículos se cruzaban todo el día por el frente da nuestra casa; iban o venían de Guarne, pues esa era la carretera principal hacia ese municipio. 

«La barra de la cuadra» es un recuerdo entrañable de aquella época. En la mañana un corrillo de niños nos citábamos a partidos de fútbol en las mangas o calles del barrio. Y cuando no era fútbol, jugábamos chucha, yeimi, pelota envenenada, carros de rodillos o escondidijo. Así se iban las horas hasta que aparecía el grito incontrovertible de una mamá: «¡venga ya a almorzar!»; aunque no era extraño que en la casa del vecino se sirviera, con generosidad y cariño, un plato más. Si algo caracterizaba al barrio eran los lazos de vecindad, las puertas abiertas, la honradez y el compañerismo. 

También florecía el activismo social por el que Manrique se ha destacado en la ciudad como referente de construcción de ciudadanías. Varios vecinos y yo —que no pude entrar hasta los ocho años a la escuela Alfonso López—, aprendimos a juntar letras con los buenos oficios de un policía que, en su ejercicio cívico, nos enseñaba. Y como el suyo, había otros liderazgos inspiradores, matronas que organizaban convites, procesiones de Semana Santa, novenas navideñas, sancochos o el desfile de inauguración de los juegos interclases, actividades barriales que casi siempre materializaban una buena obra. 

¡Y el campeonato de fútbol! Organizado en el granero El Descanso —ahí, en la 43 con la 41— reunía a una veintena de equipos y a centenares de espectadores. Allí metía goles los fines de semana, mientras en semana estudiaba en la Universidad de Antioquia. Ser estudiante de la Alma Máter despertaba enorme simpatía y respeto; éramos muy pocos, y por eso solían llamarnos los tesos del barrio. No lo cuento por arrogancia, lo expongo porque demuestra un gran avance en el acceso a la educación superior y lo mucho que tenemos que seguir trabajando para que más jóvenes, habiten el barrio que habiten, puedan cumplir sus sueños sin ser calificados como privilegiados. 

Fueron unos vecinos, justamente, los que me llevaron por primera vez a la Universidad de Antioquia. Cursaba noveno grado y le pidieron permiso a mi mamá para que me dejara acompañarlos a piscina. Ese primer recorrido por los corredores del campus sigue presente en mis recuerdo. En 1982, después de graduarme, presenté el examen de admisión y pasé a medicina veterinaria, que aún se dictada en el campus. Durante los años siguientes salía de mi casa media hora antes de clase, atravesaba Manrique, pasaba la 45 y Campo Valdés, bajaba por Lovaina y caminaba por la calle Barranquilla. 

El recorrido a pie se debía no solo a la falta de pasajes diarios, sino también a la carencia de rutas directas de buses. Así que se constituyó un tránsito compartido con otros universitarios que hoy, orgullosamente, hacen parte de una generación de vecinos que se convirtieron en destacados profesionales, investigadores y docentes, con los que suelo encontrarme en la Universidad y en muchos otros ámbitos locales. Ellos, como muchos otros hombres y mujeres obreros constituimos, de alguna manera, la generación de la esperanza de Manrique, porque tras la segunda mitad de los ochenta vivimos dolorosas pérdidas. Una gran cantidad de mis amigos están enterrados debido al conflicto urbano que se prolongó en la ciudad y que, poco a poco, llevó a muchas familias, impulsadas por el temor, a dejar ese barrio entrañable en el que crecimos y fuimos inmensamente felices. 

Hoy, sin embargo, cuando paso por allí para estrechar la mano de un viejo conocido, constato una renovación esperanzadora. Hoy, cuando encuentro historias de emprendedores tenaces que crecieron en ese mismo lugar de afectos, me siento profundamente orgulloso. Hoy, como rector de la Universidad de Antioquia, me emociona encontrarme en las ceremonias de grados a cientos de jóvenes del barrio y a su orgullosas familias. Nuestra historia compartida inspira una convicción personal y profesional de mi parte: trabajar incansablemente para asegurar que más jóvenes de nuestros barrios puedan convertirse en profesionales honorables y comprometidos con sus territorios, porque, aunque es una realidad que las oportunidades están muy centralizadas, no tengo dudas de que la inteligencia de nuestros jóvenes está muy bien distribuida.

Por John Jairo Arboleda Céspedes
Rector de la Universidad de Antioquia

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