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Así como Víctor Hugo Marulanda muchos habitantes de la comuna sostienen sus hogares desempeñando el oficio de transporte informal. Foto por: Christian Álvarez

“Yo dependo de Dios, no más…”

Cerca de las dos y media de la mañana, se despierta Víctor Hugo Marulanda “Lagrimón”, uno de los tantos habitantes de la Comuna 2 de Medellín que dedican su vida al transporte informal. Es un hombre de apenas cincuenta y dos años, ojos nublados, una dentadura a medias y coloreada de marrón por el humo del cigarrillo.

Con el frío de la brisa matutina, se acomoda al interior del que ha sido, por largos años, su mejor amigo: un Renault modelo 99 que ha atestiguado la cantidad de anécdotas que este hombre tiene para contar.

Y es que el trabajo del transporte informal en Medellín se presta para mucho. Su historia se remonta a partir de la necesidad de la naciente comuna, cuando se veían bajar a las personas a lavarse los pies en el río, porque los caminos por donde vivían eran lodazales donde no transitaba ningún bus. Entonces, vehículos particulares empezaron a prestar un servicio similar e incluso mejor.

Carros como los Jeep Carpati o los Ford Pick Up entraron en funcionamiento y dieron inicio a una labor figurativamente milenaria en la comunidad. Desde entonces, los habitantes de la Comuna 2 tuvieron una opción más que las escaleras que llegaban a Zamora por Carabobo, ruta que aún sigue vigente para los “chiveritos”.

Los gajes del oficio

Víctor Hugo es casado, tiene dos hijos y una nieta, y todos subsisten con lo que se logra ganar. Tratándose de un trabajo forzoso, donde podría ganarse veinte mil pesos en adelante o menos, Víctor ha estado expuesto a muchos riesgos durante cuatro años, algunos de estos pudieron costarle la vida.

Cuando recorre la comuna, Víctor cree ver en cada esquina algunas de las malas vivencias que ha tenido en su trabajo, de las cuales trae una huella en su pierna izquierda: una bala que le atravesó más arriba de la rodilla. De inmediato evoca la imagen del bus del Popular 2 que manejaba en la terminal, para luego ser abordado por hombres que buscaban la contribución diaria impuesta por las bandas criminales. Víctor se negó tajantemente y, a cambio, recibiría esa cicatriz que aún le duele.

El tema de las vacunas es un asunto del cual no se salva nadie. Los transportadores informales deben lidiar a diario con eso. Deben pagar treinta mil pesos de vacuna, según dice Víctor, sumando la lavada del carro ($5.000 más) y muchos otros gastos que asumen a diario, “póngale cincuenta y dos mil pesos”. O sea que, si en un día se gana treinta mil pesos, su familia duerme hambrienta porque debió dar parte a la extorsión.

Pero eso no es lo único. A pesar de la larga trayectoria, la cantidad de pasajeros que constituían el buen sustento de quienes cumplen esta tarea, se ha visto diezmado en los últimos años. Víctor lucha contra los buses y taxis, que siempre han significado una amenaza para el mandato de los transportadores informales, además de la cultura del uso del medio público. Pero con la llegada del sistema de transporte masivo a la capital antioqueña, la situación empeoró.  Primero el Metro, y más recientemente los articulados, le han quitado espacio a un sindicato que no se ha dejado vencer.

Los usuarios

Los usuarios acuden al transporte informal por la necesidad y la comodidad que ello les brindan, además de lo económico que sale si el pago se divide entre varios pasajeros. Además, porque saben dónde encontrarlos, porque quieren la facilidad para llegar a sus hogares, cosa que ellos ofrecen por módicos precios: entre cinco mil o seis mil pesos, dependiendo de la carrera.

A pesar de todo, esa independencia que quiso regalarse Víctor, tras las amargas experiencias con las vacunas, y de la que goza hoy, le ha hecho merecedor de muchos chascarrillos que le hacen valorar aún más la vida, como volver a su casa y poder apretar dulcemente los cachetes de su nieta. “Yo trabajo por mi cuenta y aquí sigo… No dependo sino de Dios, no más”.

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